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Ecuador en las Noticias

8 de junio: el día en que los correístas perdieron la tribuna de la Shyris

09/06/2015 Estado De Propaganda - Roberto Aguilar

El secretario nacional de Acción Política del correísmo, Óscar Bonilla, echa chispas por los ojos y fuego por las fosas nasales

Foto: Estado De Propaganda Foto: Estado De Propaganda

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El secretario nacional de Acción Política del correísmo, Óscar Bonilla, echa chispas por los ojos y fuego por las fosas nasales: “¡¡¡Nuestro error hijuepucta –brama subrayando el fonema oclusivo de la penúltima sílaba, sobre la que recae la acentuación de la frase– fue dejar que se tomen la tribuna!!!”. Acompaña el reclamo con un firme y desgarrador movimiento de manos hacia abajo, las palmas vueltas hacia el cielo, agarrotados los dedos: “¡¡¡JuepuCta!!!”. Dicho lo cual abandona entre aspavientos el corrillo de amedrentados militantes que se miran unos a otros con cara de por-qué-no-estamos-en-las-páginas-amarillas y atraviesa a grandes zancadas la avenida de los Shyris con los ojos desorbitados. Dos o tres lo siguen tímidamente. Juntos tratan de reagrupar las fuerzas un tanto dispersas a esas alturas de la noche (son las siete) pero la verdad es que no dan un palo al agua. A pocos metros de ahí, frente a la casa del partido de gobierno, la secretaria nacional del movimiento, Doris Soliz, con doliente cara de velorio –los hombros caídos, las manos sueltas, los labios apenas entreabiertos, perdida la mirada en un punto cualquiera del pavimento, de espaldas a sus colaboradores más cercanos– vive su momento de soledad perfecta.

¿Cómo llegaron a este punto si estuvieron ahí primero? A las cuatro de la tarde la tribuna de la avenida de los Shyris era suya. ¿Cómo no habría de serlo si su sede queda al frente? Junto a la vereda aparcaron los dos buses que vinieron cargados de refuerzos: el de la cooperativa Reina del Cisne y aquel otro que trajo gente de la Costa, adornado con los logotipos del ministerio del Deporte y de la federación deportiva de la provincia de El Oro: “Rocío Barriga presidenta”, se lee sobre la carrocería; y un número de teléfono. Profusión de banderas verdeagüita. Consignas revolucionarias y antipeluconas. Fiesta en la tribuna. A ese momento corresponden las fotos de una jubilosa Doris Soliz que circularon en el Twitter. Recién a las cinco empezaron a llegar los opositores autoconvocados por las redes sociales y se fueron instalando en la mitad sur de la tribuna. La semana anterior no pasaron de un puñado y ahora, siendo lunes, no se esperaba que hubiera muchos más. Sin embargo, pronto igualaron en número a los correístas. Y siguieron llegando.

A las seis y media, un cinturón de policías antimotines de uniforme negro –casco, peto, escudo, porra– contiene a la creciente masa de manifestantes anticorreístas en el extremo sur de la tribuna, a la altura de la calle Holanda. Al otro lado, ocupando su porción de graderío, los que llegaron primero han quedado rodeados por las masas verdeagüita que los intimidan a grito pelado y batir de banderas. Hace rato que el tráfico ha sido interrumpido. Separados por el cordón de uniformados, ambos grupos se concentran en el costado occidental de la avenida dejando un carril libre al otro extremo por donde circulan –auténtico territorio comanche sin resguardo policial– gentes de un lado y otro. Pero los anticorreístas –no lo había previsto nadie– siguen llegando. Que burlen el cerco es cuestión de minutos. Y así ocurre: de pronto, al grito de “¡Vaaamós, vaaamós!” avanzan por el carril descubierto de la avenida en maniobra envolvente característica del juego del Go. Atari. Los verdes, en clara desventaja numérica, huyen despavoridos, abandonando tribuna y calzada. El cinturón policial retrocede cincuenta metros. Óscar Bonilla se tira de las barbas y prodiga instrucciones como si la revolución dependiera de ello, pero ya la avenida ha sido conquistada por un riente ejército de opositores y desde más allá de la calle Portugal se escucha un solo grito coreado por más de mil gargantas: “¡Fuera Correa, fuera!”.

Es la clase media quiteña en el soberano ejercicio de su indignación moral. Aires que recuerdan a abril de 2005 se respiran en la Shyris: es el ambiente distendido y voluntarioso, cargado de desafiante buen humor, propio de la multitud sin líderes. Pero hay una diferencia: en 2005 no hubo un bando gutierrista. Ahora los correístas están ahí, y aunque por una vez son menos, muchísimos menos, hacen de la fiesta una batalla. Un nuevo piquete de policías, esta vez de los comunes y corrientes de chaleco fosforescente y guata ostensible, llegan para formar un segundo cordón entre los grupos. Por sobre ellos, los gritos van y vienen de un lado a otro de la calzada y por espacio de tres horas ambos bandos juegan a responderse las consignas. A la voz de “¡Fuera Correa, fuera!”, los correístas responden: “¡Ahí están, esos son, los cachorros de León!”. “¡Paguen sus impuestos!”, reclaman los verdes; “¡Dejen de robar!”, endosan los de oposición. “¡Fuera borregos!”, gritan éstos. “¡Fuera ratas!”, responden los otros. “¡Esto es Quito, no Venezuela!”, se oye de un lado. “¡Esto es Quito, no Miami!”, se replica desde el otro. Y el grito de “¡Uh, ah, Correa no se va!”, coreado por los del gobierno, es ahogado por un rotundo “¡Uh, ah, Correa maricón!”, que no rima pero resuena con la vibrante contundencia de las palabras agudas terminadas en -n y resuelve la disputa a favor de los anticorreístas. “¡Sanducheros, sanducheros!”, continúan éstos y rematan: “¡Meee, meee!”. Los otros callan porque no saben cómo hacen las ratas.

Pero no todo es juego y buen humor. De rato en rato, ásperos estallidos de violencia sacuden a ambos bandos. En las primeras filas, por sobre los hombros de los gendarmes, correístas y anticorreístas se meten las manos a la cara y vociferan insultos de los más canallas. Sus rostros se contraen, se retuercen en muecas crispadas de saña indescriptible, convulsionados por un odio ciego. Del bando oficialista vuelan objetos contundentes en la dirección contraria, tubos de PVC de los que se usan como astas de bandera sirven como proyectiles contra los rostros enemigos. Una y otra vez, los anticorreístas arrebatan banderas a la fuerza para prenderles fuego entre aullidos tribales y gestos de catarsis. La legisladora aliancista Zobeida Gudiño defiende la suya y responde, muy parlamentaria ella, con un grito y un puñetazo.

En las áreas limítrofes hay eventuales intercambios de palos y de golpes. En la zona correísta, los funcionarios del partido, entre los que se cuentan varios asambleístas y ministros, guardan una discreta posición de retaguardia, cediendo las líneas de avanzada a los más rabiosos militantes movilizados en buses a cambio de una pitanza. Algunos de ellos se ensañan con un grupo de mujeres mayores que buscan un paso entre la multitud: “¡Anda a dar la vuelta, pelucona hija de puta” les gritan. Y sueltan un palazo. En el otro extremo de la manifestación, una señora de oposición lanza un paraguazo contra uno que la amenaza, enronquecido y vociferante. Movidos por el odio, el lumpen proletariado y la burguesía descargan sus rencores mutuos, tan dispuestos a la violencia, tan llenos de miedo al otro que asusta contemplar en lo que puede convertirse este país si las cosas siguen este curso. Rafael Correa debe sentirse satisfecho: ¿no es esa la lucha de clases que tanto quería?

Son las ocho y media de la noche. Un grupo de policías a caballo monta guardia en la zona correísta, sus cabalgaduras dirigidas hacia el otro lado de forma intimidante, para que no quepa duda de en qué bando están. De la sede del movimiento de gobierno, a pocos metros de ahí, se ha sacado un gran amplificador y se ha instalado sobre la vereda: a un volumen imposible, Pueblo Nuevo despacha los lastimeros acordes de la canción Cómo será la patria, dolorida y gimiente. Hay que tener jeta para solazarse con esta música y acusar de sufridores al resto. Los altos dirigentes, ministros y asambleístas, José Serrano, Óscar Bonilla, Doris Soliz y los demás cuadros del partido se han refugiado en el interior, seguramente para planificar la resistencia de la próxima jornada de protesta. No pueden permitir que se les vuelva a arrebatar la tribuna de la Shyris, frente a su propia casa. La estrategia sin duda contemplará un nuevo cálculo de buses y banderas; sánduches, quizá, y, pese a las vacas flacas, algún viático. Y un número correcto de policías y caballos. Lo de hoy no puede repetirse. Afuera, a las nueve, dos grupos cada vez más reducidos de manifestantes, los más irreductibles, los más avezados, los más vehementes, continúan ocupando la calzada. Odiándose.

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